A un año de la Ley Karin: del cumplimiento formal al liderazgo que transforma

El primer aniversario de la Ley Karin marca un punto de evaluación ineludible. Entre agosto de 2024 y junio de 2025, la Dirección del Trabajo recibió 44.212 denuncias, con un 87 % vinculadas a acoso laboral y dos tercios presentadas por mujeres. Estas cifras son reveladoras por dos razones: por un lado, confirman que la normativa abrió un canal de expresión antes limitado o ignorado; por otro, evidencian que el problema no es aislado, sino estructural. La ley no generó el acoso, lo visibilizó. Este salto inicial de denuncias, más que un signo de crisis es una señal de que el silencio empezó a romperse.

Sin embargo, el impulso inicial parece estar moderándose. La tasa de denuncias, que alcanzó hasta 2,4 casos por cada mil trabajadores en los primeros meses, hoy se mantiene entre 1 y 2. Esta disminución podría interpretarse como un avance en la gestión interna de conflictos, pero también plantea un riesgo: que la visibilidad inicial se diluya si no se sostiene el compromiso de las organizaciones. En la práctica, una ley que no se acompaña de acción continua corre el riesgo de volverse solo un marco de referencia, sin impacto real en la experiencia laboral diaria.

La brecha entre grandes empresas y PYMES es otro punto crítico. Mientras un 91 % de colaboradores en grandes corporaciones afirma contar con protocolos y capacitación, solo un 45 % en microempresas tiene acceso a estas herramientas. Esto refleja que el cambio cultural avanza a velocidades distintas según el tamaño de la organización. Un liderazgo comprometido no puede conformarse con cumplir en un área y postergar en otra: necesita garantizar que las buenas prácticas sean universales, incluso en entornos de menor escala, donde las relaciones laborales suelen ser más cercanas, pero también más vulnerables.

Desde el ámbito de la formación, he constatado que la implementación de protocolos por sí sola no basta para transformar. La Ley Karin exige una redefinición del liderazgo: pasar de un modelo centrado en la autoridad formal a otro basado en la coherencia, la escucha activa y la construcción de espacios seguros. Los entrenamientos puntuales cumplen una función de sensibilización, pero el cambio sostenido se logra con procesos continuos, integrados en la rutina laboral y respaldados por la alta dirección. No se trata de cumplir por cumplir, sino de modelar conductas y reforzarlas hasta que formen parte del ADN organizacional.

Los protocolos efectivos comparten un elemento clave: generan confianza. Un canal de denuncias no es útil si las personas no creen que sus casos serán tratados con justicia, confidencialidad y rapidez. La experiencia demuestra que cuando las medidas son claras, accesibles y se aplican de manera coherente, la participación aumenta y el clima laboral mejora. Este es un indicador que debería medirse con la misma rigurosidad que los resultados financieros, porque la confianza interna tiene un impacto directo en la productividad, la retención de talento y la reputación corporativa.

La Ley Karin es, en esencia, una invitación a repensar el sentido del trabajo. Su vigencia no debería medirse únicamente en número de denuncias o capacitaciones realizadas, sino en la calidad de los vínculos que construimos dentro de las organizaciones. El liderazgo que transforma culturas entiende que la prevención y el respeto no son obligaciones legales, sino decisiones estratégicas que fortalecen el futuro de cualquier empresa. El desafío del segundo año será consolidar esa visión, manteniendo la intensidad del cambio y evitando que el impulso inicial se diluya en el conformismo de haber cumplido “lo mínimo requerido”.